¿Hay culpables cuando hablamos de enfermedades transmitidas por animales?
Hugo Mendoza1 y Andrés M. López Pérez2
A lo largo de la historia, un gran número de enfermedades se han transmitido de los animales a las personas. Ante tales sucesos, es común que adoptemos el papel de víctimas sintiéndonos agredidos. Sin embargo, más allá de esta conclusión, estos eventos de enfermedad están regidos por una serie de mecanismos complejos que incluyen procesos de interacciones desde hace millones de años y procesos más recientes asociados a la perturbación del medio ambiente debido a las actividades humanas.
La pandemia de COVID-19 causada por el virus SARS-CoV-2 nos ha mostrado muchas cosas, incluyendo cómo la salud mundial pende de un hilo cuando en un espacio y en un tiempo determinados se combinan los actores y las condiciones necesarias para que una zoonosis (aquella enfermedad transmitida de animales a personas) surja y se disemine. Sin embargo, esta no es una historia nueva ya que existen varios ejemplos, como la pandemia de influenza hace más de diez años o los casos de rabia en personas asociados a mordeduras de perros, cuyas historias se desenlazan de manera muy similar a los cataclismos ocurridos en historias de ciencia ficción donde virus que transforman a humanos en zombies brotan y se diseminan por el mundo. Sea una historia ficticia o real, la causa y el desenlace de la trama son muy similares: un animal, doméstico o silvestre, se infecta con un patógeno desconocido (bacterias, virus, hongos, etc.), muerde a una persona (o en ciertos casos, la persona muerde al animal), la persona desarrolla una enfermedad nunca antes registrada y ¡pum!, todo se vuelve caos… las personas corren despavoridas a hacer compras de pánico y se encierran en sus casas o huyen a lugares recónditos; muchos se infectan, los menos afortunados mueren (o se convierten en zombies en el peor de los casos), se colapsan los sistemas de salud, se vislumbra un panorama desolador, se busca una cura, y el resto de la historia ya lo conocemos. ¿Ficción? No, estos eventos siempre han ocurrido y seguirán ocurriendo, pero ¿por qué ocurren?
La respuesta a esta pregunta es compleja, ya que se trata de un fenómeno multicausal que para ser entendido primero deberíamos conocer cuáles son los orígenes de las enfermedades infecciosas transmitidas por animales. Una enfermedad infecciosa, es el proceso en el cual un patógeno altera la salud del organismo al que infecta. Para el caso de las enfermedades infecciosas transmitidas por animales o zoonosis, los patógenos necesitan a un animal para cumplir con alguna parte de su ciclo de vida. A esos animales claves para el desarrollo de los patógenos se les conoce como hospederos. Curiosamente, la interacción entre un patógeno y su hospedero animal no genera enfermedad en éste último, debido principalmente a que los antepasados de ambos han interactuando durante millones de años y han desarrollado una especie de relación en la cual el patógeno se ve beneficiado sin generar daño a su hospedero. Entonces, al igual que todos los seres vivos, los microorganismos patógenos se rigen por la ley básica de la evolución de la vida, la adaptación y la sobrevivencia en sus hospederos animales, los cuales a su vez también se rigen bajo la misma ley. Es en este proceso de adaptación, donde un patógeno accidentalmente encuentra en una persona los medios ideales para vivir y puede provocar una enfermedad en algunos miembros de la población humana debido a que las personas no cuentan con el historial de interacción que los hospederos animales tuvieron.
Bajo la premisa anterior, se piensa que los patógenos –además de existir y evolucionar propiamente– juegan un rol de control poblacional. Es decir, que los microorganismos tienen la capacidad de disminuir las poblaciones de cualquier especie cuando éstas comienzan a ser muy elevadas. Ejemplos claros de lo anterior, fueron la peste bubónica que azotó Europa hace casi mil años y la viruela en América en tiempos de la colonia, las cuales diezmaron la población humana en dimensiones importantes.
Además de las interacciones naturales entre patógenos zoonóticos y sus hospederos animales o humanos, también se ha demostrado que el impacto de las actividades humanas en el medio ambiente puede facilitar el aumento de los brotes de zoonosis. Y es aquí donde la historia se pone verdaderamente preocupante porque, independientemente de los mecanismos antes descritos, las actividades humanas han modificado diversos procesos ecológicos que empujan a ciertas especies animales –y por lo tanto a sus patógenos–, a tener una mayor interacción con las personas. Entonces, ¿quién es el malo de la película?
Las actividades humanas tales como el cambio de uso del suelo o la contaminación, pueden promover la presencia de ciertas especies animales que son hospederas de patógenos zoonóticos y, por lo tanto, incrementar el riesgo de zoonosis. Creado por Hugo Mendoza con BioRender.com.
Actividades como el cambio de uso del suelo (es decir, la transformación de paisajes naturales como selvas o manglares a cultivos), la urbanización o la contaminación del agua, son causantes directos de que la biodiversidad se modifique. En este fenómeno, algunas especies generalistas (que tienen la capacidad de utilizar una elevada gama de recursos y adaptarse fácilmente ante diversas condiciones), se benefician y desplazan a otras especies nativas que no pueden competir con las primeras debido a que no se adaptan bien a las condiciones impuestas por las actividades humanas. Dichas especies generalistas, que usualmente son especies invasoras (es decir, que logran expandir su rango de distribución), funcionan como excelentes reservorios de patógenos zoonóticos… pero, ¿por qué?
Se piensa que algunas de las especies generalistas son excelentes reservorios debido a que su sistema de defensa no identifica a los patógenos como una amenaza y no intenta eliminarlos, por lo que los patógenos no generan enfermedad en su hospedero. Además, las especies generalistas que son reservorios tienen la capacidad de reproducirse muchas veces al año y dar un elevado número de camadas, características que les permiten sobrevivir y generar descendencia muy fácilmente. Para que quede más claro, imaginemos la siguiente situación: si fuéramos un virus o una bacteria, ¿a quién nos convendría más infectar, a una especie sensible a la transformación del medio ambiente que tiene una elevada probabilidad de desaparecer o a una especie muy bien adaptada a la perturbación cuya supervivencia está casi asegurada debido al beneficio de las actividades humanas? La respuesta es clara, los patógenos prefieren a las especies que les aseguren continuidad.
Si tuviéramos que elegir entre un excelente reservorio de patógenos zoonóticos que cumple con las características antes señaladas, sin duda alguna podríamos hablar del Mus musculus o ratón doméstico, el cual está relacionado con más de diez patógenos zoonóticos y que además está presente en todos los continentes exceptuando la Antártida. Además, para ponerle la cereza al pastel, las poblaciones del ratón doméstico están directamente relacionadas con las actividades humanas, por lo cual su abundancia (el número de individuos) es mayor en asentamientos humanos, lo que incrementa su interacción con las personas y, por lo tanto, el riesgo de que un patógeno “brinque” de un ratón a una persona.
Ahora bien, existen especies reservorios muy importantes pero de distribución nativa que, ante la perturbación de su medio, pueden incrementar su interacción con personas e infectarlas con sus patógenos relacionados. Un ejemplo de esto –y para seguir con los roedores–, es el ratón de patas blancas (Peromyscus leucopus) en Norteamérica, el cual es reservorio de Hantavirus, un virus causante del potencialmente mortal Síndrome Pulmonar por Hantavirus que afecta principalmente a personas cuyas actividades se llevan en el campo. Entonces, aquí la cosa está clara, porque a diferencia del ejemplo con el ratón doméstico, los casos de Hantavirus pueden disminuirse si se disminuye la invasión de personas a espacios naturales donde sus reservorios silvestres habitan.
Entonces, ¿quién es el malvado de la historia? Como podemos ver, es más complejo que eso. Las enfermedades zoonóticas siempre han existido y siempre existirán, los patógenos son parte de la biodiversidad al igual que los reservorios transmisores y las personas mismas. Es primordial entender que interactuamos en un mundo extremadamente complejo y que algunas de las acciones que efectuamos como especie humana tienen efectos nocivos en la salud, porque la salud es una misma y está interconectada y que lo que afecte a la salud del medio ambiente, también afectará a la salud de los animales y de las personas. También es importante tener en claro que no podemos ir por la vida tratando de exterminar todo lo que vive y “nos perjudica” como especie. Porque, si pusiéramos los roles de los patógenos, los animales y las personas en la balanza de la culpabilidad, quizá ésta se inclinaría más hacia los humanos, debido principalmente al inconmensurable daño que hemos hecho al planeta. Por lo tanto, necesitamos aprender a coexistir con las demás especies y con todo lo que nos rodea, y fácilmente podemos hacerlo cada cual desde nuestras trincheras personales, tratando de que nuestra huella sea lo más pequeña posible, no sólo para prevenir enfermedades sino también con el objetivo de vivir en un mundo mejor.
"La opinión es responsabilidad de los autores y no representa una postura institucional"
1Laboratorio de Ecología de Enfermedades y Una Salud, FMVZ-UNAM
2Red de Biología y Conservación de Vertebrados, INECOL A.C.